La botella en el mar


"El blog. Las anotaciones diarias de mi bitácora, que lanzo todos los días dentro de la botella, son una escritura compartida. En este nuevo espacio que creo cada vez bajo mis dedos, las viejas teclas haciendo su oficio de siempre, las palabras entran en un nuevo espacio dialéctico donde toda frase gana la posibilidad de tener una respuesta y cada afirmación puede ser de inmediato desafiada. La palabra viene a situarse en ese territorio precario en el que quien escribe puede ser corregido en sus juicios, puede enmendar sus opiniones, o refutar a quienes le refutan.

Voltaire hubiera estado encantado con semejante posibilidad de generar un espacio crítico múltiple semejante, que es lo que es el blog para mí. La botella que se va en la corriente ignorada llevando el mensaje, y puede regresar a mis manos".

Sergio Ramírez

Atlanta, marzo 2010

I just fucking love you Lady Gaga


TELEPHONE, LADY GAGA ft. BEYONCÉ

– I told you, she didn't have a dick...
– Too bad...

ME CAGUÉ DE LA RISA EN EL MINUTO 1:09-1:11



P.D.: Puedo ser como Lady Gaga en mi iPhone, con la app "Be Lady Gaga", LMFAO!!! Esto sólo es mejor y mejor.

La alarma


La alarma truena desde el reloj despertador que me había regalado mi madre. Siempre me dijeron que ella había muerto desde que yo era muy niño. Me fui llevando la vida así, sabiendo que yo no tenía madre. No necesité particularmente de una figura femenina que me cuidara en algún punto específico de mi vida. Así hasta los treinta y siete años, cuando encontré una caja con mi nombre escrito en grande sobre la tapa, frente a mi puerta. Yo nunca recibo correspondencia, solamente la envío. Por un momento creí que era una broma o que había ganado alguna especie de premio, y que la señorita Pivaral la había dejado ahí, esperándome en la noche, pero luego pensé en mi situación y no creo que merezca ganar algo. Dentro de la caja había un reloj despertador de números verdes luminosos, y una carta. Decía que Delia era mi madre, y que había muerto hace un mes y unos días. Delia, delia deliadelialia, ese nombre fue rebotando en mi cabeza. Creía tener mi vida resuelta, hasta ese momento. Todo cambió, o al menos intentó cambiar, por eso hoy me levanto más temprano. Ese día me tuve que sentar despacio en los sillones que dejan en la galera como recuerdo de mejores tiempos, cuando servían de testigos abiertos de una lucha de amor. Estrujé el papel viejo de opalina contra mis rodillas. Seguí leyendo con cuidado. Me habían mentido sobre mi madre. Mi viejo fue un resentido toda su vida de aquel amor que no logró retener, mi madre era una mujer que buscaba su libertad. Esto no lo pudo tolerar mi viejo y decidió matármela, a su único hijo decidió matarle la madre el muy infeliz de la memoria de infancia. La iban a velar en una funeraria cerca del Conservatorio de Música. Me levanté de esos sillones que todavía permanecen esta madrugada inmóviles y entré a mi cuarto. Me cambié esa noche y usé el único traje negro que tenía, la cita fue a las nueve de la noche de un febrero que ahora me cuesta recordar, por esas promesas que tomé a seguro. Agarré un ejemplar que recopilaba a los mejores cuentistas del siglo diecinueve y pasé a la sala donde estaban la señorita Pivaral, don José, Ana, otros cuyos nombres y rostros aún no logro memorizar, y el pendejo de Jota, cuyas introducciones vitales ha pasado dejando debajo de mi puerta esta madrugada. Don José, debo ir a un funeral por el Conservatorio, mi madre ha muerto, dije en medio de la sala de pisos lustradísimos y una mesa de cortar amplia donde solemos cenar los inquilinos. Don José arqueó sus pestañas y me dijo que creía que yo no tenía familia, lo mismo pensé yo, le respondí. Un silencio hizo ruido de pronto entre la cena de los inquilinos, todos se atragantaron la comida, la estufa perdió el gas y mi rostro se mantuvo impávido, seguramente todos reaccionan así a la muerte de una madre, pero cuando es la propia madre la que ha resucitado en un par de líneas para luego volver a morir más abajo, la situación se distorsiona un poco. Debe ser esa misma ausencia la que no me causa ninguna reacción ante la muerte de los demás. Siempre creí que mi muerte sería el fin del mundo, pero esta madrugada...

Debía alejarme con cuidado, sabía que todos comenzarían a cuchichear sobre mi madre, a quien ni yo conocía. Esa noche de febrero tenía una atmósfera turbulenta, aunque los carros no pasaban con tanta frecuencia como esta madrugada en que recuerdo aquella turbulenta noche de febrero. Subí por la segunda calle hasta llegar a La Recolección, unas cuantas luces adornaban el parque frente a la construcción. Un par de cuadras más y llegué a la funeraria. Había carros parqueados en sendos lados de la calle, algunos señores fumando y otros con cara de estar perdidos en la entrada. Los pocos faroles iluminaban la calle, predominaban más las sombras que cualquier expresión de luz. Apreté el nudo windsor de la corbata con fuerza; fue lo único que aprendí de mi viejo. Graditas de mármol verde pulido por el uso y el tiempo se alargaban desde la acera hacia el pasillo de la funeraria. Cada cámara tenía un ataúd y gente a su alrededor viendo la madera brillar bajo las candelas y cirios que encendían luego de que el viento los apagara cada tres minutos. Negro. Fui al fondo, donde un letrero blanco con letras negras sobre una bóveda de medio punto rezaba el nombre de Delia M. No había nadie, por lo que supuse que mi madre fue quien me envió la caja con la carta y el reloj despertador. Aunque no era ella quien había escrito la carta… Una caja de pino blanco estaba en el centro con dos rosas sobre ella. Me senté a la cabeza del féretro y tomé el libro de cuentos. El metal del asiento frío me acarició las piernas. Comencé a leerle en voz baja cuentos a mi madre. Las letras sobre el papel me transmitían la confianza que necesitaba, era la primera vez que estaba en una misma sala junto a un muerto del que aparentemente había nacido. Quizá hubiera sido más adecuado leer algo moralista.

Al rato llegaron la señorita Pivaral y don José. No los vi, sólo supe que habían llegado, pero no quería escuchar su pésame o su lo siento mucho. Ni siquiera yo sabía qué sentir, mejor me inserté más en las páginas de mi libro. Amaneció, aún me faltaban unas hojas de ese libro que nunca más volví a tocar. Unos hombres de barba crecida entraron al recinto, se persignaron y se llevaron el ataúd. Otra vez perdí a mi madre sin saber por qué. Quizá vuelva a encontrarla otro día, con otra caja y una carta frente a mi puerta. Es por eso que hoy me levanto más temprano que de costumbre. En lo que recordaba tanta cosa ya logré cambiarme, sigue siendo de madrugada. Otra vez el mismo traje negro. Me acerco a la puerta de mi cuarto y salgo a la galera, veo todas las puertas cerradas y la luna opaca queriendo atravesar las láminas derruidas. Detrás de mí las introducciones comienzan a irse con el viento que atraviesa la galera. Me da la sensación de que me están observando, pero no puedo asegurarlo, se me escapan sus miradas. La señorita Pivaral se ha encargado de sembrar geranios alrededor de la fuente. Sacudo con cuidado la bolsa derecha del pantalón para saber si las llaves van ahí, el tintineo me relaja. Voy al portón corinto y salgo sin pensarlo dos veces, por ser la hora que es, estoy seguro que nadie estará afuera para verme salir. Me gusta esta hora, la calle es para el que camina. Sus aromas y sonidos me envuelven y me siento solo, seguro, la única hora del día en calma en este país de mierda. Los agapantos del ventanal de una casa me recuerdan a María. No soporto mis pisadas. Es más difícil seguir.

Alberto se enfurece un poco, lo que menos quiere es pensar en ella en este momento, aún no es hora. Piensa que está soñando, ella que siempre sueña, y él despierto en la misma ciudad de calles amontonadas donde se ve a los muertos cargar bultos, en las terrazas, en las vigas, hasta en las procesiones de violetas y blancos grises. Alberto ya no está pensando, quiere que su mente esté en blanco para hacer su corto recorrido. Por eso me deja escribir lo que pasa, para que alguien vaya contando cómo se mueve sin pensar. Él sólo sabe que lleva las llaves, pero también carga entre las bolsas del saco el libro de los cuentos y algunos papeles de esos que todos tienen que llenar de manera que el mundo sepa que se existe a fin de cuentas. Sus pasos crean grandes disonancias en su mente, no quiere pensar, pero cada martillazo de madera contra el asfalto le asusta. Alberto sabe bien que a esa hora en que salió no hay nadie, y aún así tiene miedo, un hombre solo que le teme a los demás. No sé en qué va a terminar esto. Pero Alberto ha llegado al puente El Incienso. A saber por qué eligió un sitio como ese, con tanto suicida de ahora. Pero no importa el lugar, ni el momento, importa lo que Alberto quiere, ya debo salir.

Esa María, quién hubiera imaginado, fue mucho más de lo que yo pensaba. De saber que la conocería así, de esa forma tan… quizá lo hubiera hecho con muchas más ganas, o no hubiera permitido que las cosas acabaran así. Era imposible saberlo, yo a ella la miraba y no podía creer lo perfecta que era, pero debido a esa perfección, le era imposible amarme. Ella en su mundo de lógica y sagaz razonamiento, no daba cabida a algo como el amor. A veces creo que le resultaba detestable, o quizá tenía miedo y no sabía cómo acercárseme. Eso es lo que quiero creer. La verdad quizá esté más lejos de la realidad que he decidido inventarme. El dolor siempre fue demasiado y de esta manera es como he logrado soportarlo. En algún punto podría asegurar que María casi me quiso, aunque de eso no sé nada. Realmente no quiero verlo. No entendía cómo esas caricias no podían estar más que basadas en el placer. Sus miradas, todo. Sí hay una respuesta, es que la sé, pero no quiero aceptarla, me cuesta mucho trabajo admitirla. Es que además no concordaba con nuestra relación. No tenía sentido. Por eso estoy aquí tan de madrugada, para darle un sentido a esa utopía que me había construido para evitar volverme loco.

Mi gabardina negra flota bajo el viento, y la Luna es mi única compañía, la niebla cubre el barranco hasta el fondo. Comienzo deshojando el libro de cuentos lanzando cada hoja, para olvidarme de aquel febrero, de estos días, de esta madrugada que seguramente aún guarda a María durmiendo. Yo estoy aquí, Alberto. Deshojando las hojas de cuentos. Hoy me voy a cambiar el nombre, voy a hacer cola en el registro, voy a intercambiar papeles con la señorita que atiende en la ventanilla número cuatro y voy a ser otra persona, sólo otro nombre más, un hombre más, que no soportó el dolor de su vida y que ha decidido cambiarse el nombre. Un cobarde. Sólo María me atormenta, sé que ella puede olvidarme fácilmente, pero no habrá nadie que la vea como Alberto, ese hombre que se va con las hojas de cuentos sobre el precipicio blanco y que ha muerto.

Aún no despierta


Haga silencio Aracely, aún no ha despertado. Seguro está esperando la alarma. No creo, podría jurar que está despierto, la alarma será ese primer pistoletazo que le permita salir. Ah, pues puede ser usté. Así es, apostaría a que así es. Además, que loquera Jota, estar aquí esperando a ver qué hace, ¿cree que haya leído la introducción que escribió? Sí, le deje varias copias debajo de la puerta. Debe estar enojado conmigo, siempre hago lo mismo, escribirle introducciones a la gente para que mañana se levanten sintiendo que los narran. Usted sí está loco Jota, no sé de dónde se saca esas cosas. Debe ser que alguien narra esto sobre nosotros...

Never gonna stop, give it up. Such a dirty mind


My Sharona - The Knack